Reflexiones sobre el Cuarto Domingo de Cuaresma (Ciclo C)
Queridos amigos:
Las lecturas de este domingo (Josué 5, 9a.10–12 • Salmo 33, 2–3. 4–5. 6–7 • 2 Corintios 5, 17–21 • Lucas 15, 1–3. 11–32), cantan todas al unísono. No traen tono de juicio ni lista de fracasos — solo un mensaje que resuena con fuerza:
Vuelve a casa. La misericordia te espera.
La Cuaresma, contrario a lo que muchos creen, no es una temporada de castigo ni de culpas impuestas. Es una invitación sagrada al regreso — no solo a la iglesia o a las rutinas religiosas, sino a la casa del Padre. A volver a lo que realmente somos: hijos amados.
En el Evangelio escuchamos una historia que conocemos desde niños — la parábola comúnmente llamada del Hijo Pródigo. Pero quizás deberíamos renombrarla: la Parábola del Padre Misericordioso. Porque no se trata solo del hijo menor que se pierde; también habla del hermano mayor. Habla de nosotros — de ti y de mí.
Algunos nos hemos alejado mucho, emocional o espiritualmente. Otros tal vez nunca salimos de la “casa”, pero nuestro corazón se siente distante — resentido, seco, invisible. Hemos cumplido con las reglas, pero la alegría se nos ha escapado entre los dedos.
Y, sin embargo, aquí está el corazón del Evangelio:
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se llenó de compasión; corrió a su encuentro.”
Dios corre.
No espera palabras perfectas ni arrepentimientos impecables. No necesita que tengas todo resuelto. Solo un paso hacia Él — uno solo — y corre a abrazarte. Tu lucha, tu oración, ese pequeño destello de esperanza… es suficiente para mover Su corazón. Él te ve.
San Pablo habla a este momento con poder:
“El que está en Cristo es una nueva creación.”
No renovado. No “limpio.” Nuevo.
Dios no quiere darte una mano de pintura. Quiere rehacerte — desde dentro. Para eso es la Cuaresma.
Y las palabras de Josué nos recuerdan lo que sucede cuando finalmente entramos en las promesas de Dios:
“El maná cesó… comieron de los frutos de la tierra.”
Sí, a veces Dios deja de alimentarnos como antes — no porque nos haya abandonado, sino porque nos llama a madurar. A sembrar. A vivir profundamente en la tierra de la gracia.
¿Y qué significa todo esto para nuestra vida — aquí y ahora?
Significa que:
- Si has aprendido a juzgar rápidamente — Él te invita a acoger antes de juzgar, porque Él mismo come con pecadores y los abraza primero.
- Si alguien que amas apenas comienza a volver — Él se alegra con ese primer paso, como se echó a correr por un hijo que aún no llegaba a la puerta.
- Si estás esperando una disculpa — Él se adelanta. La misericordia no se calcula; simplemente se da.
- Si la vergüenza aún persigue el nombre de alguien — Él lo llama “hijo,” “hija,” no por lo que ha hecho, sino por lo que es.
- Si alguien aún no ha regresado — Él mantiene la luz del porche encendida, el camino despejado y los ojos en el horizonte.
- Si el resentimiento se ha colado en tu alma — Él sale de la fiesta a buscarte, no para regañarte, sino para decirte: “Todo lo mío es tuyo.”
- Si la alegría te parece lejana o fingida — Él aún te invita al banquete. No porque la vida sea perfecta, sino porque el amor ha regresado.
- Si has olvidado quién eres — Él te lo susurra otra vez: No eres un sirviente que gana amor. Eres un heredero que vive en él.
- Si el silencio o la distancia se han instalado en tu familia o tu comunidad — Él te confía el ministerio de la reconciliación, porque Él ya te ha reconciliado.
- Y si tu memoria está llena de remordimientos — Él quiere reescribirla con misericordia, para que no recuerdes solo la partida, sino también el regreso.
Y finalmente — escucha bien — esta es la invitación del Padre para ti:
Déjame amar a través de ti.
Para que el mundo sepa, por tu vida, tus palabras, tu abrazo, que no importa cuán lejos alguien haya llegado, siempre puede volver a casa.
La música sigue sonando.
La luz sigue encendida.
Y la mesa sigue puesta.